DE LAS CARTAS DE PADRE PIO: LA DESESPERACIÓN ANTE LAADVERSIDAD 

 

Escrito Por: Fray Guillermo Trauba OFMCap. 

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Muy Estimados Amigos de Padre Pío,

¡Paz y bien!

¿Qué hacemos cuando todo es oscuro y parece sin remedio? La mayoría de las personas se enojan con la situación, otras culpan las personas o circunstancias, aun a Dios por este contratiempo, y otras se desesperan. Unas cuantas se entregan a Dios por actos de fe y le piden misericordia. Notamos que las que se enojan o se desesperan o que culpan, lo hacen desde una postura de egocentrismo, como si todo dependiera de ellos y si no pueden con la situación echan la culpa fuera de sí para conservar su “yo pudiera si no hubiera…”. El último grupo de personas, las que se abandonan a Dios por actos de fe son las que confían en un Dios misericordioso y benévolo más allá de lo que les pueden indicar sus sentimientos o ausencia de ellos.

Aunque parezca extraño, Padre Pío, a pesar de su intimidad con Dios, sufría mucha desolación en su vida espiritual. Este sufrimiento fue una purificación de su alma para que pudiera ver a Dios aún más de cerca. Este ‘ver a Dios más de cerca’ fue una ganancia que le compensaba por sus sufrimientos. Esta intimidad con Dios le permitía dar un testimonio del amor y compasión de Dios y completar su misión extraordinaria a la cual Dios le había llamado.

Padre Pío expresa su angustia por esta purificación junto con el apoyo que le sostenía en la prueba a su director espiritual, fray Benedicto de San Marco in Lamis, en su carta a él fechada el 4 de junio de 1918. Sus comentarios pueden resonar con la desolación que sentimos a veces y orientarnos en cómo seguir adelante sin perder el sentido de nuestra vida con Dios:

Mi Bien, ¿dónde estás?; ya no te conozco ni te encuentro; pero es necesario buscarte a ti, que eres la vida del alma que muere. ¡Mi Dios! y ¡Dios mío!… Ya no sé decirte otra cosa: “¿Por qué me has abandonado?”. Más allá de este abandono, yo ignoro, ignoro todo, hasta la vida que ignoro si la vivo.

Mi queridísimo padre, no me abandone en esta agonía desgarradora; estoy a punto de perderme; estoy para ser triturado bajo la pesada mano de un Dios justamente indignado conmigo. Recuerde que el Señor me confió a su guía, consuelo y salvación. Recuerde que desde el momento mismo en que el Señor me confió a usted, yo le he tenido por padre de mi alma, comprometiéndome ante el cielo a manifestarle toda mi ternura de hijo, que la siento y la cultivo todavía; y siempre he seguido con avidez sus mandatos y enseñanzas.

Oh, padre mío, ¡auxílieme! Quisiera, si me fuera posible, derramar en esta carta mi alma, que se va consumiendo; pero usted comprende bien que no me es posible: me encuentro en una dolorosa impotencia… Solamente puedo gritar; y de esto comprenderá cuál es mi pobreza y bajeza, mi miseria e indigencia. Implore para mí la ayuda del cielo, la perfecta conformidad con los puros, ocultos, divinos y santos deseos, docilidad firme, constante y férrea a la obediencia, la única tabla a la que asirme en el fuerte fragor de la tempestad, la única tabla a la que agarrarme en este naufragio del espíritu.

Entre todos los lamentos de Padre Pío sobre su angustia interior sale una luz. Sabía en dónde sostenerse. No se desesperó, no culpaba ni a personas ni a situaciones exteriores. Más bien, sabía el propósito de su sufrimiento y por eso se aferró a Dios en la oscuridad. Se aferró a la fe y a la obediencia para mantenerse fiel a Dios en medio de sus sufrimientos. Además, dio un sentido a sus dolores y enfermedades uniéndolos a los de Cristo y así significándolos como un acto de amor.

En fin, es la fe la que nos une con Dios como lo dice san Juan de la Cruz. La razón es que todo concepto o sentimiento es un medio creado y limitado; un puente creado no puede alcanzar a lo infinito. Solamente la fe, el rendimiento de nuestra voluntad a la de otro lo puede hacer. La pura fe, pero fe en el testimonio de Jesús. Esta fe implica una decisión de nuestra parte, una decisión de abandonarse a Dios, a su misericordia. La expresión de esta fe se ve en la caridad y en la obediencia a la autoridad legítima. La obediencia nos permite seguir en la lucha, de ser fieles a Dios y a nuestros compromisos para el bien de los demás. La obediencia es un acto de fe porque ni tenemos evidencias ni razonamientos para sostener nuestro esfuerzo. Solamente la palabra de promesa de la persona en que creemos. Que esta persona, en fin, sea Jesús.

Entonces, cuando estamos en esta angustia del alma, hagamos actos de fe y obedezcamos a Dios por medio de las autoridades que él nos ha indicado. Repitamos el mejor consejo que nos dio nuestra Madre María: ‘hágase en mí según tu palabra’. Amén.

Tu servidor en Cristo Jesús,

Fray Guillermo Trauba, capuchino